He dedicado unos cuantos días calurosos de este largo mes de Agosto a buscar un piso en alquiler.
Desde hace cinco años la Propiedad del edificio en el que vivimos no renueva los contratos, de modo que se ha ido vaciando lenta y tristemente. Al principio los inquilinos nos desahogábamos en los ascensores, criticando la avaricia de la inmobiliaria cuyos planes imaginamos: reformar y subir las rentas considerablemente. Desde que la crisis (ahora llamada recesión), puso a esta empresa en el mismo sitio que a casi todos los demás, en la calle y dependiendo de la improbable ayuda bancaria, ni siquiera sabemos contra quién despotricar.
Los recibos y las amenazas que nos llegan para que abandonemos sin demora siguen llevando el mismo membrete, pero ya no hay un teléfono al que llamar, el supuesto gerente que antes ocupaba un cuartito junto a la conserjería ya no viene. Tanto los habitantes como los escasos trabajadores de mantenimiento, seguridad y limpieza, nos referimos a los propietarios con un “ellos”, que tanto vale para los bancos que supuestamente han tomado las riendas de la inmobiliaria como para un sisniestro grupo de malvados que estuvieran especulando con el incierto futuro del mercado de alquiler.
Esta será mi cuarta mudanza y a pesar de que tengo motivos sobrados para ilusionarme con los próximos meses no puedo quitarme la sensación de estar siendo desahuciados, sobre todo cuando al llegar a casa, de los seis ascensores que tenemos sólo funciona uno, que por las tardes apesta a basura porque el montacargas en el que se bajaban los cubos hasta hace unos meses ha sido inutilizado. Los fines de semana sólo podemos entrar o salir por una de las ocho puertas que antes teníamos, y en la conserjería hay un vigilante con aspecto de necesitar ir al baño, pero no puede porque está solo y cómo va a abandonar su puesto. Las bombillas se van fundiendo y nadie las sustituye, el agua del grifo que nunca fue cristalina, ahora es claramente marrón.
A pesar de todo, cuando llego a casa, la vista desde cualquier ventana y la costumbre de encontrar nuestras cosas en el sitio que han ido encontrando en estos seis años compensan el mobbing inmobiliario al que nos están sometiendo “ellos”.
Hemos encontrado un buen candidato a ser nuestro nuevo hogar y ahora nos encontramos ante la temida situación: tenemos que identificar esos “ellos” y comunicarles que nos marchamos antes de que nos echen. Hace dos meses intenté comunicarme con “ellos”, entonces fue para reclamar unos servicios comunes que pagamos puntualmente y que desde hace meses se van reduciendo sin explicación alguna. El teléfono que teníamos de cuando alquilamos el piso no da respuesta, así que llame a la centralita que aparecía en Internet. Después de hablar con varias persona la respuesta que obtuve fue que había un individuo que se ocupaba de este inmueble pero que no estaba habitualmente en las oficinas de la inmobiliaria, dejé mis datos, aclarando que yo era una persona física con nombre y apellidos y fácil de localizar, y aún sigo esperando una llamada.
La semana pasada vimos la película 1984, basada en la novela de Orwell. Cuando detienen al protagonista, antes de ser llevado a la habitación 101, en la que traicionará su pensamiento, éste le plantea al torturador la gran duda: existe el Gran Hermano? Es un individuo real o se trata de una imagen creada para alienar a los ciudadanos?
A una escala doméstica, es la misma pregunta que me hago ahora: nos hemos resignado al mobbing inmobiliario y al lamentable y lento desahucio pero no me gustaría marcharme de aquí sin poner una cara, al menos un nombre, unas siglas, a esos “ellos”.
Ya veremos si lo consigo, o si como Winston Smith nos quedaremos con la duda de si la inmobiliaria en cuestión es un mero icono de otra gran especulación bancaria.
Desde hace cinco años la Propiedad del edificio en el que vivimos no renueva los contratos, de modo que se ha ido vaciando lenta y tristemente. Al principio los inquilinos nos desahogábamos en los ascensores, criticando la avaricia de la inmobiliaria cuyos planes imaginamos: reformar y subir las rentas considerablemente. Desde que la crisis (ahora llamada recesión), puso a esta empresa en el mismo sitio que a casi todos los demás, en la calle y dependiendo de la improbable ayuda bancaria, ni siquiera sabemos contra quién despotricar.
Los recibos y las amenazas que nos llegan para que abandonemos sin demora siguen llevando el mismo membrete, pero ya no hay un teléfono al que llamar, el supuesto gerente que antes ocupaba un cuartito junto a la conserjería ya no viene. Tanto los habitantes como los escasos trabajadores de mantenimiento, seguridad y limpieza, nos referimos a los propietarios con un “ellos”, que tanto vale para los bancos que supuestamente han tomado las riendas de la inmobiliaria como para un sisniestro grupo de malvados que estuvieran especulando con el incierto futuro del mercado de alquiler.
Esta será mi cuarta mudanza y a pesar de que tengo motivos sobrados para ilusionarme con los próximos meses no puedo quitarme la sensación de estar siendo desahuciados, sobre todo cuando al llegar a casa, de los seis ascensores que tenemos sólo funciona uno, que por las tardes apesta a basura porque el montacargas en el que se bajaban los cubos hasta hace unos meses ha sido inutilizado. Los fines de semana sólo podemos entrar o salir por una de las ocho puertas que antes teníamos, y en la conserjería hay un vigilante con aspecto de necesitar ir al baño, pero no puede porque está solo y cómo va a abandonar su puesto. Las bombillas se van fundiendo y nadie las sustituye, el agua del grifo que nunca fue cristalina, ahora es claramente marrón.
A pesar de todo, cuando llego a casa, la vista desde cualquier ventana y la costumbre de encontrar nuestras cosas en el sitio que han ido encontrando en estos seis años compensan el mobbing inmobiliario al que nos están sometiendo “ellos”.
Hemos encontrado un buen candidato a ser nuestro nuevo hogar y ahora nos encontramos ante la temida situación: tenemos que identificar esos “ellos” y comunicarles que nos marchamos antes de que nos echen. Hace dos meses intenté comunicarme con “ellos”, entonces fue para reclamar unos servicios comunes que pagamos puntualmente y que desde hace meses se van reduciendo sin explicación alguna. El teléfono que teníamos de cuando alquilamos el piso no da respuesta, así que llame a la centralita que aparecía en Internet. Después de hablar con varias persona la respuesta que obtuve fue que había un individuo que se ocupaba de este inmueble pero que no estaba habitualmente en las oficinas de la inmobiliaria, dejé mis datos, aclarando que yo era una persona física con nombre y apellidos y fácil de localizar, y aún sigo esperando una llamada.
La semana pasada vimos la película 1984, basada en la novela de Orwell. Cuando detienen al protagonista, antes de ser llevado a la habitación 101, en la que traicionará su pensamiento, éste le plantea al torturador la gran duda: existe el Gran Hermano? Es un individuo real o se trata de una imagen creada para alienar a los ciudadanos?
A una escala doméstica, es la misma pregunta que me hago ahora: nos hemos resignado al mobbing inmobiliario y al lamentable y lento desahucio pero no me gustaría marcharme de aquí sin poner una cara, al menos un nombre, unas siglas, a esos “ellos”.
Ya veremos si lo consigo, o si como Winston Smith nos quedaremos con la duda de si la inmobiliaria en cuestión es un mero icono de otra gran especulación bancaria.