Hace muchos años caí en la trampa de comprar una colección en fascículos que se llamaba algo así como Plantas y Flores, tal vez Flores y Plantas, no lo recuerdo bien a pesar de que ocupó más de ciento y pico semanas de mi infancia y creo que adolescencia. Entonces me parecía que el tiempo iba muy despacio.
Mi abuelo materno tenía muy buena mano con las plantas y me fascinaba ver la cantidad y calidad que conseguía en una azotea de la Gran Vía.
Compré unas cuantas macetas e instalé un listón de protección entre las jambas de la ventana de mi dormitorio, en casa de mis padres, el alféizar era bastante inclinado pero sobre todo muy escurridizo. Mi madre lo limpiaba con ahínco cada mañana y no tenía ni una mala cagarruta de pájaro que frenara el deslizamiento de los pequeños tiestos de barro. Tenía un par de geranios, un tomate enano y alguna hierba aromática, y no me fue bien con ninguno de ellos, unos se secaron, otros se pudrieron, las hierbas desparecieron como arrasadas por un mal de ojo.
Yo leía mucho, me pasaba las tardes y los fines de semana tirada en un sofá leyendo libros de Agatha Christie salteados con cualquier tebeo que encontraba en la habitación de mi hermano y con las novelas con títulos más seductores de las estanterías de casa o de las de mis abuelos y tíos.
Pensé que leyendo aprendería a cultivar las plantas o por lo menos las conservaría más tiempo así que empecé a invertir parte importante de mi paga semanal en los fascículos verdes. Las primeras semanas los leía despacio y buscaba plantas pequeñas que pudiera comprar para ensayar lo aprendido, al poco tiempo los ojeaba y si acaso leía algún párrafo dedicado a alguna planta que fuera familiar. En tres o cuatro meses ni siquiera los abría y si seguí gastando mi paga en ellos fue por llevar la contraria a mi padre, que predijo que los dejaría de comprar en cuanto me aburriera. Me aburrí, pero compré y encuaderné todos y cada uno de ellos hasta completar una verde colección de doce tomos con letras doradas en las tapas.
Entretanto mis plantas se volvieron a morir y me pasé a las flores frescas, que regalaba a mi madre y al menos no me creaban sensación de culpa cuando terminaban a la basura.
Cuando terminé la colección se la regalé a mi abuelo, a quién no le hacía ninguna falta. Bastantes años más tarde la recuperé tristemente al vaciar su casa y creo que hace poco acabó en un contenedor de papel.
Esta tarde he entrado en nuestro blog y me daba muchísima pereza actualizarlo. He tenido la tentación de buscar una frase simpática en el periódico para disimular la inactividad desde hace diez días, pero me he acordado de los fascículos y de mis plantas, y aquí estoy: regando.
Mi abuelo materno tenía muy buena mano con las plantas y me fascinaba ver la cantidad y calidad que conseguía en una azotea de la Gran Vía.
Compré unas cuantas macetas e instalé un listón de protección entre las jambas de la ventana de mi dormitorio, en casa de mis padres, el alféizar era bastante inclinado pero sobre todo muy escurridizo. Mi madre lo limpiaba con ahínco cada mañana y no tenía ni una mala cagarruta de pájaro que frenara el deslizamiento de los pequeños tiestos de barro. Tenía un par de geranios, un tomate enano y alguna hierba aromática, y no me fue bien con ninguno de ellos, unos se secaron, otros se pudrieron, las hierbas desparecieron como arrasadas por un mal de ojo.
Yo leía mucho, me pasaba las tardes y los fines de semana tirada en un sofá leyendo libros de Agatha Christie salteados con cualquier tebeo que encontraba en la habitación de mi hermano y con las novelas con títulos más seductores de las estanterías de casa o de las de mis abuelos y tíos.
Pensé que leyendo aprendería a cultivar las plantas o por lo menos las conservaría más tiempo así que empecé a invertir parte importante de mi paga semanal en los fascículos verdes. Las primeras semanas los leía despacio y buscaba plantas pequeñas que pudiera comprar para ensayar lo aprendido, al poco tiempo los ojeaba y si acaso leía algún párrafo dedicado a alguna planta que fuera familiar. En tres o cuatro meses ni siquiera los abría y si seguí gastando mi paga en ellos fue por llevar la contraria a mi padre, que predijo que los dejaría de comprar en cuanto me aburriera. Me aburrí, pero compré y encuaderné todos y cada uno de ellos hasta completar una verde colección de doce tomos con letras doradas en las tapas.
Entretanto mis plantas se volvieron a morir y me pasé a las flores frescas, que regalaba a mi madre y al menos no me creaban sensación de culpa cuando terminaban a la basura.
Cuando terminé la colección se la regalé a mi abuelo, a quién no le hacía ninguna falta. Bastantes años más tarde la recuperé tristemente al vaciar su casa y creo que hace poco acabó en un contenedor de papel.
Esta tarde he entrado en nuestro blog y me daba muchísima pereza actualizarlo. He tenido la tentación de buscar una frase simpática en el periódico para disimular la inactividad desde hace diez días, pero me he acordado de los fascículos y de mis plantas, y aquí estoy: regando.